LA BELLEZA DE LAS CICATRICES
La práctica japonesa de reparar fracturas de la cerámica con resina de oro nos habla directamente a todos: “a veces los defectos son las más grandes virtudes”.
El kintsugi es la práctica de reparar fracturas de la cerámica con barniz o resina espolvoreada con oro. Plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y deben mostrarse en lugar de ocultarse. Así, al poner de manifiesto su transformación, las cicatrices embellecen el objeto.
En esta filosofía hay algo casi diametralmente opuesto a la manera occidental de ver la fractura, tanto anímica como material. En lugar de que un objeto roto deje de servir y lo desechemos, su función se transforma en otra: en un mensaje activo. El objeto roto pasa de ser una cosa a ser un gesto gráfico que nos incita a emular su poderosa transformación, y, metafóricamente, la herida pasa de ser un trazo de oscuridad a ser una ventana de luz.
El poeta Rumi decía que
“la herida es el lugar por donde entra la luz”.
El kintsugi es silencioso y manifiesto. Solo el trazar un incidente doloroso con polvo de oro es aceptarlo como una alhaja, como una herida luminosa.
"Hay una grieta en todo, así es como entra la luz"
― Leonard Cohen
El kintsugi nació de forma absolutamente accidental en el Japón del periodo Muromachi cuando el Shogun –General– Ashikaga Yoshimitsu (1358-1408) decidió mandar reparar en China su taza favorita. La pieza fue grapada y enviada de vuelta a su dueño, que quedó horrorizado y decidió encargar a unos artesanos locales la restauración de la cerámica. Fueron finalmente estos quienes dieron con la solución más apropiada, apostando por arreglar el objeto sin ocultar el daño, sino convirtiéndolo en una pieza única, en puro arte. Desde entonces, el kintsugi, que significa literalmente “ensamblaje con oro”, ha simbolizado en el País del Sol Naciente el proceso de reconciliación con las fallas y los accidentes que la vida inflige a las personas y las cosas.
El mensaje de resiliencia que se desprende de una decisión fortuita (reparar con laca dorada un objeto de cerámica) bebe sus fuentes del budismo zen y más concretamente del principio conocido como wabi-sabi, que describe un tipo de visión estética que aboga por encontrar la “belleza de la imperfección”, en la esencia misma de los objetos más simples y rústicos, sin pretensiones ni artificios.
El kintsugi nos muestra que es precisamente cuando la vida nos golpea e hiere cuando se abre ante nosotros un abanico de posibilidades.
Esta práctica plantea que no tiene sentido ignorar las heridas del alma, lavarlas o disimularlas. Por el contrario, revaloriza la belleza de las cicatrices: las roturas forman parte de la historia del objeto, lo hacen único y definen su identidad.
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